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Los índices de delincuencia crecen y el delito en todas sus formas de alguna u otra manera nos afecta. Pero cuando hablamos de inseguridad o de violencia solemos pensar por un lado en hechos puntuales o en la magnitud y el efecto subjetivo para quienes resultaron víctimas y por otro lado aparece alguien que representa aquello disruptivo socialmente, la figura del delincuente.

Ese actor social molesta y muchas veces es utilizado como chivo expiatorio, como eje de discursos políticos, morales y hasta religiosos. El Derecho, la Sociología y el Psicoanálisis se ocupan profundamente de estos discursos.

Estas miradas y análisis ya son conocidos y sobreentendidos y no caben dudas de que delinquir es un hecho reprobable social y éticamente.

Pero en esta columna pretendo reflexionar sobre las “otras” violencias, y “otros” delitos que hacen tanto daño al tejido social. Violencias cotidianas, silenciosas y sin estridencias, hechos sin sangre, casi que por rutinarios se nos están haciendo invisibles.

Todos conocemos a alguien que llega de la calle y nos dice: “Así no se puede más, la gente está violenta…” y pasan a relatarnos algún episodio con un peatón, el empleado del banco, la discusión con un cliente o lo difícil que es conducir serenamente. ¿Qué nos está sucediendo? Primero es necesario aclarar que nada en el universo es uni-causal, es decir obedece a una sola variable, mucho menos cualquier análisis de “lo humano”. Dentro de esas múltiples causas incluiremos la crisis económica y laboral, pero también una profunda crisis de valores.

En una cultura consumista como la que habitamos, el dinero es un “gran tapa agujeros”. Mientras tenemos para consumir o acceder a determinados bienes, parece que las diferencias interpersonales se borran, las autoestimas crecen porque “puedo” y mi lugar en la familia o en la sociedad está más o menos garantizado. El problema emerge justamente cuando comienza a escasear lo material. “No hay guita en la calle y la gente está loca…” me comenta un paciente mientras me relata una fuerte discusión familiar. Si es cierto que la vida laboral nos da estructura y permite cierta proyección social, resultará lógico pensar que una crisis económica sea motor de angustias, ansiedades y de respuestas violentas. La cuestión es como administramos nuestros miedos, frustraciones y ansiedades. Las respuestas automáticas nos inclinarán a la acción y no a la reflexión. Eso podría ser la génesis de violencia gestual, verbal o física. Estaremos reaccionando, explotando como tontos, lastimando a nuestro entorno familiar primero y social, después.

La otra variable es la escasez de valores. Valores sociales y éticos que están en vías de extinción. El individualismo promueve el salvarnos solos, el “matar o morir” y también “el que pega primero, pega dos veces”. La crisis de valores también llegó a nuestros representantes y abundan historias de ciudadanos que llegan a la política con el solo fin de enriquecerse, que ven a la política como una fuente laboral que paga buenos sueldos. Ellos también elijen al individualismo como forma de vida. Con estos elementos, el otro aún en crisis, también se transforma en competidor, en enemigo y en una figura amenazante. Es por eso que no se lo tolera, se le tira el auto encima, se lo putea por las dudas o me importa un comino si se le quedó el auto. Entonces, el grito, el insulto y la ventaja se nos proponen como herramientas para sacarnos un poco la bronca y la angustia cuando las cosas no nos salen. Un hecho a tener en cuenta es que esas violencias cotidianas emergen casi siempre en casa, con nuestros hijos, entre padres y madres o con los ancianos.

El sujeto termina replicando las violencias. Se siente violentado por el estado, por los políticos corruptos, por un sistema laboral injusto, por la inseguridad en su barrio… y entonces saca afuera toda esa toxicidad. Explotando y haciendo explotar a otros.

La situación es compleja pero sugiero recurrir a otras herramientas. Siempre estamos a tiempo de cambiar. Tengo tres a la mano: la Palabra, la Reflexión y la Solidaridad.

La Palabra nos permitirá expresar humana y socialmente lo que sentimos. Nuestra evolución cognitiva y simbólica nos hace capaces de expresar en palabras ideas y sentires. No somos monos que gritamos, empujamos o peleamos por alimento.

La palabra también conduce a la reflexión. Esta nos permite volver a pensar si estamos en lo correcto, nos permite la Empatía, es decir sentir lo que el otro siente y hacerme cargo de lo que genero en el otro.

La solidaridad nos permitirá enfrentar al individualismo reinante, entendiendo que el otro no es mi enemigo, no es mi competidor en la cadena alimenticia, podemos pensar y vivir diferente pero no por eso debe dejar de existir. En esta realidad “de siglo XX cambalache”, estas tres herramientas son valores, son pilares, en los que debemos apoyarnos.

Lic. Esteban Gomez- Psicoanalista UBA

MN 25591 MP 25668

Publicado el sábado 23 de febrero de 2019

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