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Sabemos que existe un “mundo desarrollado”, otro “en desarrollo” y un “tercer mundo”. Aquellos que lo tienen todo o casi todo lo material, aquellos
que pueden disfrutar de algo y una gran porción de seres humanos, quizás la mayoría, que no tienen nada, ni siquiera sus necesidades básicas satisfechas.
Después de la segunda guerra mundial las diferencias se acentuaron.

Los desposeídos de la historia quedaron más desposeídos aun.
Lo que vino con los años ya es conocido. Desde el “sueño americano” hasta el “sueño europeo”, millones de personas abandonaban sus países y culturas en
búsqueda de oportunidades, tratando de acceder a una porcioncita de ¿felicidad?

Pero en las últimas décadas, pobres de toda pobreza, desesperados y temerarios, comenzaron a llegar al continente “a como dé lugar”. Escondidos
en camiones, a pie, en barcos o en balsas. Huyendo de guerras, del hambre, de dictadores y últimamente del clima.
La respuesta no se hizo esperar. El racismo, la xenofobia y el miedo al diferente tomaron el control, generando discursos aberrantes, exacerbando
el odio y levantando muros, para que el latino, el asiático o el africano no “contaminaran” sus territorios.

Hoy un simple virus, un microscópico organismo vivo pone en jaque a los discriminadores, a racistas y poderosos del planeta. Se nos presentan dos
extrañas paradojas en este tiempo.

La primera es que ahora la balanza parece equilibrarse, dejando aislados y encerrados a una buena parte del mundo desarrollado. Ese mundo que hoy
siente terror por su futuro, por su trabajo, por su estilo de vida opulento yobeso de consumo y al fin y al cabo por su propia supervivencia biológica.
Algo que del otro lado del espejo se vive diariamente.

Pero hay una lección que todos estamos por “aprender” y será necesario “aprehender-la”. Vivimos en un sistema que nos hace correr, que nos genera

ansiedad y nos pone en una vorágine cotidiana en donde el tiempo y el encuentro con el otro es cada vez más escaso. Un tiempo que es necesario
exprimir y que debe dar frutos productivos. Un tiempo en donde mirarnos el ombligo es el destino común.
Y es en este tiempo, en donde una gran parte del planeta (y tal vez todos en algunas semanas) está re-descubriendo a la fuerza y gracias a una cuarentena
impuesta, el re-encuentro con el otro. Estar en casa y con tiempo libre. Libre del enfermizo ciclo de “producción-consumo” y libre del empuje al no-estar
en ningún lugar salvo frente a una pantalla. Millones de europeos están saboreando tener horas para la familia, para la charla o para jugar con sus
hijas.

Esta pandemia nos confronta también con la co-responsabilidad de saber cuidarnos para cuidar al otro. Debemos no caer en el pánico pero no
minimizar el desafío que tenemos como sociedad.

Si yo no me enfermo, eso representa una cama más y un insumo más para aquel que lo necesite. Debemos darnos cuenta de una vez y para siempre
que en “esta casa común” o nos salvamos todos o no se salva nadie.

La cooperación debe, imperiosamente sustituir a la competencia, la solidaridad al egoísmo y el amor al prójimo al miedo.

Publicado el sábado 14 de marzo de 2020

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