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En estas vacaciones de invierno vuelve la pregunta de rigor: ¿qué hacemos? De más está decir que sin dinero y con un poquito de creatividad, podemos divertirnos igual, aunque les pese a los shoppings y agencias de turismo, fieles abanderados del consumo. Pero la intención de este artículo es hablar del “ocio”; la palabra de cuatro letras que genera odios y amores. Palabra que significa descanso, entretenimiento, distracción del espíritu, y libertad de acción.

Algunos moralistas aseguran que el ocio es “mal consejero” e instigador de malas costumbres. Otros sostienen, casi religiosamente, que “el tiempo es dinero” y por lo tanto, no hacer nada, es perderlo.

En nuestra cultura Occidental y judeo-cristiana la cuestión de qué hacer con nuestro tiempo y cómo administrarlo provechosamente, fueron centrales en el vínculo que los seres humanos tuvieron y tienen con Dios y con el trabajo.

La Revolución Industrial de finales del siglo XVIII trajo consigo nuevas nociones de producción, trabajo y tiempo, reconfigurando relaciones vinculares, familiares y laborales que aún hoy nos atraviesan. El tiempo destinado a la vida laboral fue ganando más espacio y todo aquello que no era producir o dormir para recobrar fuerzas, comenzó a tener mala prensa y a ser combatido desde la moral y los mandatos socio-familiares.

Los relojes se instalaron en las fábricas, en las calles y en los bolsillos de los pantalones, y comenzamos a medir la producción en “Horas-Hombre”.

Nació así, el Paradigma de pensar al ser humano solo como un engranaje de la “gran máquina de Producción-Consumo” confinándonos a un ciclo sin fin donde el hacer jamás se detiene. También para esta época, se dio forma al imperativo social de “no estar sin hacer nada”, de lo contrario todo tiempo terminará siendo un “tiempo muerto”…. ¿Para quién?

Desde este momento me transformo en el defensor del ocio y del tiempo libre, en el abogado de la fiaca ya que millones de personas en el planeta sienten culpa cuando tienen tiempo libre, tiempo sin amo o cuando están sin actividad alguna. Angustia, ansiedad o vacío son algunas de las respuestas del sujeto culposo frente al ocio. Los mandatos superyoicos de ser el mejor padre, la mejor trabajadora, el mejor profesional y el más eficiente nos impiden disfrutar sanamente de nuestro tiempo libre. Incluso en vacaciones tenemos una larga lista de actividades y lugares que visitar y algunos desean “ponerse al día con todo lo que tengo pendiente…”

Necesitamos, por lo tanto, del ocio, entendido como tiempo de no-producción y de no-consumo. Un tiempo que nos conecta, en primer lugar, con nuestra subjetividad, con nuestro interior, para luego conectarnos con lo que nos rodea; para hacer lazos sociales.

Pero entonces, ¿me quedo de brazos cruzados y ya está? No. “No todo lo negro es barro,” decía J. Cafrune. Durante el ocio se trata de producir cosas sin valor de mercado: cosas sin precio. Hacer un dibujo, escribir una carta, escuchar un tango, caminar por la calle, mirar pajaritos, cocinar para la familia, leer un libro, ir a la plaza con tus hijos… hay tantas cosas lindas que todavía quedan por fuera de la tarjeta de crédito que dan ganas de saltar de alegría.

Por otro lado, nuestro cuerpo y nuestra mente a veces llegan al límite y es allí donde el tiempo de silencio morigera el stress , resignifica lo vivido, genera un espacio de creación, un “lugar-otro” por fuera de lo cotidiano, por fuera de las exigencias, a veces tan altas, que nos angustiamos mucho por no poder hacer o producir lo que otros sí pueden. Entonces surge el malestar, que primero es psíquico y luego, imperceptiblemente se aloja en el cuerpo. El ocio también es reparador de nuestra biología.

El ocio no es tiempo muerto, no es pecado. Es tiempo de paz y de silencio. Un tiempo para nuestro Ser que debemos aprender a recuperar. Sólo hay que animarse.

Lic. Esteban Gómez

Psicoanalista UBA

MN 25591

MP 25668

Publicado el lunes 23 de julio de 2018

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