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Hoy, como todos sabemos, conmemoramos lo ocurrido el 9 de julio de 1816, cuando un grupo de representantes de distintas regiones de lo que hoy es nuestra República Argentina declararon la independencia del reino de España, culminando así un largo proceso de libertad que se inició seis años antes, el 25 de mayo de 1810.

Fue una señal inequívoca al mundo de la determinación de una unión de pueblos que querían ser artífices y responsables de su propio futuro, asumiendo desafíos de unidad en un territorio dominado por duras luchas internas.
Libertad e independencia eran los fines, pero que podían ser alcanzados solamente mediante la unidad de esos pueblos que, aunque con matices, aspiraban al mismo destino de prosperidad y autodeterminación. Esa unidad era impulsada por los padres de la patria, quienes la transformaron en su motor para llevar adelante las proezas más impensadas.

Pasado y presente

Doscientos cinco años después, y en esta fecha especial, me detengo a reflexionar sobre esa historia, relacionándola inevitablemente con nuestro presente. Así como en 1816 los fines comunes eran la libertad y la independencia, hoy debemos hacer una urgente resignificación de nuestros objetivos nacionales. Es clara la ausencia de un proyecto nacional, y la permanente insatisfacción ciudadana con un país que no ofrece oportunidades ni horizontes para nadie; es evidente, por parte de algunos irresponsables, la defensa de esta actualidad decadente mediante la violencia en las palabras y la intolerancia hacia el que piensa distinto; son obvias, en el ámbito político, las divisiones infundadas y los ataques a la institucionalidad, la propiedad privada y la libertad, generando una permanente conflictividad, cuyas muchas motivaciones radican en intereses mezquinos, en el temor a los cambios y la pérdida de ciertos privilegios de líderes que se alejaron de la gente.

De esta manera, hemos consumido cualquier posibilidad de un objetivo común, centrándonos en peleas sectoriales sin ningún sentido comunitario. Es sabido por todos que como nación estamos mal y con los brazos caídos por los evidentes fracasos consecutivos. Entonces, como ya hicieron los padres de la patria, es necesario hacernos una pregunta simple pero movilizadora…

¿Estamos haciendo algo para cambiar?

Ante esta enorme decadencia, puedo vislumbrar una potente luz en nuestro camino como nación: el despertar de una porción mayoritaria de la ciudadanía honesta y trabajadora que comienza a dar claras señales acerca de su profunda preocupación sobre el estancamiento general en el que estamos.

Celebro que eso suceda porque, una vez más, es la unión y el compromiso de los argentinos los que pueden torcer definitivamente los destinos de la patria hacia un horizonte próspero y desarrollado. Creo que estamos siendo conscientes de que es momento de cortar con esa triste tradición de observar lo que podríamos ser y que no somos, y enfrentar de una vez y por todas a nuestros propios monstruos.
Es recogiendo el valor de la unidad que impulsaban nuestros fundadores mediante la cual podremos comenzar el proceso de restauración de nuestro país, enfrentándonos decididamente a la amenaza de la decadencia y la demagogia. Sólo con acuerdos y consensos, serán posibles las reformas que nos devuelvan a la senda del desarrollo que todos proyectaban para estas tierras.

Puedo observar que los argentinos estamos mirando hacia adentro y rescatando la cultura de base que otrora teníamos y que nos hicieron ser respetados en el mundo, con valores como el apego al trabajo, las ganas de superarnos y el entendimiento de que sin esfuerzo nada es posible. Y eso, es altamente auspicioso.
Dicho esto, voy a recoger el guante.
Los dirigentes políticos tenemos el deber de estar a la altura de las circunstancias y prestar muchísima atención a lo que ocurre en la ciudadanía, porque al fin y al cabo, la dirigencia debe ser capaz de interpretar al pueblo. Desde mi lugar, hago mi aporte: centrar todas las energías disponibles en encarar el difícil pero necesario camino hacia la reconstrucción de nuestra sociedad, poniendo en práctica permanentemente el diálogo y la unidad hacia un proyecto común como argentinos, como bonaerenses y como lujanenses.

Seguiremos conviviendo por algún tiempo más con aquellos que propician, se enorgullecen y creen beneficiarse con el actual proceso de estancamiento, contribuyendo a la desunión y el atraso, pero considero que a medida que el despertar cívico se vaya robusteciendo, ya no habrá lugar para actitudes sectarias, mezquinas o destructivas.

Tal como en 1816, en este año 2021 estamos ante la posibilidad de comenzar a cristalizar una nueva proeza. Estoy convencida de que la sociedad argentina expresará contundentemente la exigencia de mayor diálogo, unidad y acuerdos, particularmente en la dirigencia, para afrontar los problemas estructurales que nos aquejan.
Demostrará la urgente necesidad de un proyecto de país claro, común, a largo plazo y con altos valores. Lo hará mediante su sufragio, pero también involucrándose activamente en estas luchas contemporáneas, porque ya empezó a entender que ello es indispensable.

Un necesario cambio cultural

Estoy segura que el cambio basado en el despertar de la conciencia cívica entre los argentinos hará posible que estemos cada vez más cerca del cambio cultural que tanto necesitamos, así como en los años de la independencia el despertar de los pueblos logró lo impensado hasta ese momento. Deseo ver un país que vuelva a dar señales inequívocas al mundo: queremos ser artífices y responsables de nuestro propio futuro, pero esta vez un futuro común de prosperidad, racionalidad y desarrollo.
Repitamos la proeza: la unidad es el único camino posible para honrar a nuestros padres fundadores, que dieron sus vidas para tener un país libre, independiente y próspero. Es responsabilidad de todos homenajearlos cotidianamente con nuestro proceder.

¡Feliz día de la patria!

Nota: Las opiniones de este artículo son responsabilidad de la autora.

Publicado el jueves 8 de julio de 2021

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